Casas vacías


Cuando era niño amaba el olor a nuevo de las cosas. No lo podía evitar. Las gomas de borrar, los tacos de plastilina, el celofán, el pegamento, los juguetes de plástico o los lápices recién afilados desprendían un aroma intenso del que siempre procuraba empaparme. Al crecer, descubrí otros: el de habitación recién pintada, el de baño desinfectado, el de nube quemada, el del cemento fresco, el del papel plateado de las cajetillas de tabaco y, sobre todo, el de coche nuevo. Soy incapaz de olvidar el olor del último coche que compró mi padre. Recuerdo el día que me llevó con él a recogerlo al concesionario, hace ya treinta años. Era un Ford Escort de color gris, un homenaje a la línea recta, con los asientos tapizados estilo Arkanoid. En sus aletas delanteras, sobre el embellecedor metalizado que lo atravesaba, una inscripción decía Laser. Aquellas letras me hacían sentir como si me estuviese subiendo a bordo de una nave espacial.

Todas las cosas huelen distinto cuando se abren por primera vez. Huelen a novedad, a presente recién estrenado. Por un instante, nos trasladan al lugar donde aún podemos ser niños, activan nuestros mecanismos más básicos y nos devuelven aquella sensación que percibimos cuando las olimos por primera vez: la de descubrimiento. Hay una magia innegable en ese proceso, pero es solo un truco. Con el tiempo, uno se acostumbra a ver la novedad como lo que es: algo efímero y engañoso, una caricia fugaz, una promesa con más entusiasmo que visos de cumplirse. Dejamos de crecer para hacernos viejos y empezamos a comprender que la verdad no está en lo nuevo, sino en lo que queda de lo que alguna vez fue. Por eso tiene tanto sentido que un niño se reconozca en el olor a nuevo como que un adulto se deje conquistar por el encanto de las ruinas.

Dice Leonard Cohen que en todo hay una grieta que permite que pase la luz. Donde vivo, abundan las grietas. La luz, no tanto. Cada vez hay más casas vacías o abandonadas. Paso por delante de ellas todos los días. En sus jardines, montañas de correo comercial y cartas del banco se resisten a morir entre la maleza, junto a latas de refresco y bolsas de basura. Llegadas a ese punto de soledad y decadencia, las casas empiezan a parecer personas tristes y descuidadas. Es difícil no caer en la compasión. Siempre que me asomo a sus verjas o a sus muros me imagino entrando en ellas. Es tentadora la idea de ser la luz que pasa a través de las grietas.

Rügen es una isla en el Báltico, al noroeste de Alemania. En los años 30, los nazis levantaron allí un enorme complejo vacacional formado por ocho bloques de 500 metros de largo con capacidad para 10.000 familias; una monstruosa hilera de hormigón frente al mar de 4,5 kilómetros de extensión a la que llamaron Prora. En 1939, la II Guerra Mundial obligó a los alemanes a paralizar su construcción para centrarse en lo importante: los obreros dejaron de hacer edificios para fabricar armas y los nazis se dedicaron a la guerra. Fracasaron. Su derrota provocó que el complejo cayese en manos de los soviéticos, quienes lo usaron como base militar hasta la reunificación del país, momento en que se lo devolvieron a Alemania Oriental. Desde entonces y hasta hace unos años, el hotel no hizo más que descomponerse. Décadas de maltrato y ostracismo afectaron su estructura y lo dejaron reducido a fantasmal monumento a la sinrazón.

Si hablamos en términos de ausencia, hay más muerte en un hotel abandonado que en un cementerio. Así fue como el sueño vacacional de Hitler agonizó larga y penosamente hasta 2004, cuando el Estado alemán acabó vendiendo Prora a varios inversores que, durante este tiempo, se han ocupado de mantener en pie las ruinas del coloso. Fue una decisión delicada, porque una parte de la población exigía que la historia se respetase y la otra, que se derribase. Finalmente, con la intención de hacer las dos cosas a la vez, se acordó reconvertir Prora en un lujoso resort, respetando la construcción original. A pesar de la ley de conservación del patrimonio, el gobierno concedió ciertas licencias a los constructores, como añadir terrazas y balcones. Uno de los primeros inversores, Ulrich Busch, hijo de un represaliado de los nazis, compró dos de los ocho bloques por lo mismo por lo que hoy podría vender alguno de sus  mejores apartamentos.

El nuevo proyecto de desnazificación ha entrado ya en su fase final. Para 2020 habrán concluido las obras de rehabilitación del complejo y, muy pronto, en la primavera del año que viene, se inaugurará el primero de los ocho bloques. El gran coloso volverá a la vida. Me pregunto cómo olerá.